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AYER Y HOY
Por Cesare Pavese
Artículo publicado en "L´Unità“ de Turín el 3 de agosto de 1947.
Hacia 1930, cuando el fascismo empezaba a ser "la
esperanza del mundo", algunos jóvenes iatalianos descubrieron en sus
libros a Norteamérica, una Norteamérica pensativa y bárbara, feliz y
pendenciera, disoluta, fecunda, grávida de todo el pasado del mundo y al
propio tiempo joven e inocente. Durante algunos años aquellos jóvenes
leyeron , tradujeron y escribieron con un gozo del descubrimiento y la
rebeldía que indignó a la cultura oficial, pero el éxito fue tal que
obligó al régimen a tolerar para no quedar en ridículo. ¡Vaya una broma !
Éramos el país de la romanidad renacida donde hasta los agrimensores
estudiaban en latín, el país de los guerreros y de los santos, el país
del Genio por garacia de Dios ¿y aquellos pelafustantes y novatos,
aquellos mercaderes coloniales , aquellos palurdos millonarios se
atrevían a darnos una lección de gusto haciéndonos leer, discutir, y
admirar? El régimen toleró rechinando los dientes y estuvo alerta,
siempre dispuesto a aprovecharse de un paso en falso, de una página
demasiado cruda o una blasfemia demasiado clara paracogernos in fraganti
y atizar el estacazo. Asestó algunos golpes, pero fue en vano. El sabor
de escándalo y fácil herejía de los nuevo s libros y sus argumentos, el
ansia de rebeldía y sinceridad que hasta los más lelos sentían palpitar
en aquellas traducciones, resultaron irresistibles para un público aún
no entontecido del todo por el conformismo y la academia. Se puede
afirmar que, al menos en el campo de la moda y del gusto, el nuevo
capricho contribuyó no poco a perpetuar y alimentar la posición
política, bien que genérica y fútil, del público italiano „que leía“.
Pra mucha gente el encuentro con Caldwell, Steinbeck, Saroyan, e incluso
el viejo Lewis, significó el primer resquicio de libertad, la primeras
sospechas de que no toda la cultura del mundo terminaba en los fasci.
Es obvio que para quien supo aprovecharla la verdadera lección fue
más profunda. Los que no se limitaron a hojear la docena de libros
sorprendentes publicados por aquellos años en los Estados Unidos, los
que sacudireon el árbol para que cayeran también los frutos escondidos y
escarbaron alrededor para desubrir las raíces, muy pronto se
convencieron de que la riqueza expresiva de aquel pueblo nacía no tanto
de la llamativa, y en el fondo cómoda, búsqueda de asuntos sociales
escandalosos como de la severa ambición, que ya tenía un siglo, de ceñir
con la palabra la entera vida cotidiana.. De ahí su esfuerzo continuo
para adecurar el lenguaje a la nueva realidad del mundo, para crear en
suma un nuevo lenguaje, material y simbólico, que se justificara por sí
mismo y no por tradicionales complacencias. Y de este estilo,
frecuentemente trivializado, que no obstante seguía sorprendiendo en los
libros recién aparecidos por su insólita evidencia, no fue difícil
descubrir iniciadores y pioneros en el poeta Walt Whitman y el narrador
Mark Twain, en pleno siglo XIX.
En ese momento la cultura norteamericana se convirtió para nosotros
en algo muy serio y precioso, en una especie de gran laboratorio donde
con distinta libertad y distintos medios los mejores de entre nosotros
perseguían el mismo objetivo -quizá con menor inmediatez, pero con la
misma obstinación- : la creación de un gusto, un estilo y un mundo
modernos. En fin, aquella cultura nos pareció un lugar ideal de trabajo y
de búsqueda, de laboriosa y porfiada búsqueda, algo más que la Babel de
clamorosa eficiencia y cruel optimismo inspirado por el neón que
aturdía y deslumbraba a los ingenuos, Babel que aderezada con alguna
hipocresía romana tampoco hubiera disgustado a nuestros provincianos
jerarcas. En aquellos años de estudio nos percatamos de que Norteamérica
no era otro país ni un nuevo comienzo de la historia; era simplemente,
el gigantesco teatro donde con mayor franqueza se recitaba el drama de
todos. Y si por un momento nos pareció que valía la pena renegar de
nosotros mismos y de nuestro pasado para entregarnos en cuerpo y alma a
ese mundo libre, ello se debió a la absurda y tragicómica situación de
muerte civil en que nos había arrojado la historia.
Gracias a la cultura norteamericana, en aquellos años vimos como en
pantalla gigante el desarrollo de nuestro propio drama. Nos mostró una
lucha encarnizada, consciente e incesante por dar sentido, nombre y
orden a las nuevas realidades y a los nuevos instintos de la vida
individual y asociada, por adecuar a un mundo vertiginosamente
transformado los antiguos sentimientos y palabras. Como era natural en
tiempos de estancamiento político, nos limitamos entonces a estudiar
cómo habían expresado ese drama los intelectuales de ultramar, cómo
llegaron a hablar ese lenguaje, a narrar y a cantar esa fábula. No
podíamos adherirnos abiertamente al drama, al problema, y así estudiamos
la cultura norteamericana casi como se estudian los siglos del pasado,
los dramas isabelinos o la poesía del stil nuovo.
Ahora bien los tiempos han cambiado y tod se puede decir; en
realidad, de alguno modo ya se ha dicho. Ocurre que pasan los años y de
los Estados Unidos llegan más libros que antes, pero hoy los abrimos y
cerramos sin ninguna emoción. En otra época, incluso un modesto libro o
filme norteamericano nos conmovía y planteaba problemas llenos de
vivacidad, nos arrancaba un asentimineto. ¿Estamos envejeciendo o ha
bastado esta poca libertad para distanciarnos? Las conquistas expresivas
y narrativas que los norteamericanos llevaron a cabo en tres decenios
sin duda perdurarán -Lee, Mastera, Anderson, Hemingway, Faulkner ya
están en el cielo de los clásicos- , pero ni siquiera el ayuno de los
años de guerra puede empujarnos a amar sinceramente las novedades que
ahora nos envían. Sucede a veces que leemos un libro vivo que agita
nuestra fantasía y toca nuestra conciencia; miramos luego la fecha:
anteguerra. En fin, a decir verdad, creemos que la cultura
norteamericana ha perdido su magisterio, aquel sagaz e ingenuo furor que
la puso en vanguardia de nuestro mundo intelectual. Y salta a la vista
que eso ha coincidido con el final, o la interrupción de su lucha
antifascista.
Ahora que han desaparecido las imposiciones brutales podemos
comprobar que muchos países de Europa y del mundo son hoy laboratorios
donde se crean formas y estulos, y no hay nada que impida a un hombre de
buena voluntad, aunque viva en un viejo convento, decir una palabra
nueva. Pero sin un fascismo al que oponerse, es decir, sin un
pensamiento históricamente progresivo que encarnar, ni siquiera
Norteamérica , por muchos rascacielos, automóviles y soldados que
produzca, podrá estar en vanguardia de cultura alguna. Sin un
pensamiento y una lucha progresiva incluso correrá el riesgo de darse
también ella al fascismo, y acaso en nombre de sus mejores tradiciones.
LEER
Por Cesare Pavese
Artículo publicado en "L´Unità" de Turín, 20 Junio 1945.
Es verdad que no hay que cansarse de pedir a los
escritores claridad, sencillez y solicitud ante las masas que no
escriben, pero a veces también llegamos a dudar de que todos sepan leer.
Leer es muy fácil, dicen aquellos que en virtud de su largo trato con
los libros han perdido el respeto a la palabra escrita; pero aquel que
más que con libros trata con hombres y cosas, y sale cada mañana para
regresar por la noche encallecido, cuando se le presenta la ocasión de
enfrascarse en una página advierte que tiene ante sí algo ingrato y
raro, algo evanescente y al mismo tiempo duro que lo agrede y lo
desalienta. Huelga decir que este último está más cerca que el otro de
la vedadera lectura.
Con los libros ocurre lo mismo que con las personas, han de tomarse
en serio. Pero precisamente por ello debemos guardarnos bien de
convertirlos en ídolos, es decir, en instrumentos de nuestra pereza. En
este aspecto, el hombre que no vive entre libros y acude a ellos con
esfuerzo posee un capital de humildad, de inconsciente fuerza - la única
que vale – que le permite acercarse a las palabras con el respeto y la
ansiedad con que nos acercamos a una persona predilecta. Y esto vale
mucho más que la "cultura"; más aún: es la verdadera cultura. Necesidad
de comprender a los demás, actitud caritativa con los demás, que es en
fin de cuentas la única manera de comprendernos y amarnos a nosotros
mismos; la cultura empieza por aquí. Los libros no son los hombres , son
los medios para llgar a ellos; quien ama los libros pero no ama a los
hombres es un fatuo o un réprobo.
Hay un obstáculo para la lectura (es el mismo en todas las esferas
de la vida): la excesiva confianza en uno mismo, la falta de humildad,
la negativa a aceptar lo otro, lo diferente. Siempre nos hiere el
inaudito descubrimiento de que otro ha mirado, no precisamente más lejos
que nosotros, sino de manera diferente. Estamos hechos de mezquina
costumbre. Nos gusta asombrarnos, como los niños, pero no demasiado.
Cuando el estupor nos exige salir verdaderamente de nosotros mismos,
perder el equilibrio para recobrar otro acaso más precario, entonces
fruncimos el ceño y pataleamos, volvemos en verdad a ser niños. Pero de
éstos nos falta la virginidad, que es la inocencia. Nosotros tenemos
ideas, gustos, hemos leído precisamente unos cuantos libros: poseemos
algo, y como todos los propietarios tememos por ese algo.
Todos, lamentablemente, hemos leído. Y así como a menudo los más
pequeños burgueses se aferran al falso decoro y a los prejuicios de
clase mucho más que los desenvueltos aventureros del gran mundo, así el
ignorante que ha leído algo se aferra ciegamente al gusto, a la
trivialidad, al prejuicio que allí ha sorbido, y a partir de entonces,
si le sucede volver a leer, todo lo juzga y condena según aquel rasero.
Es muy fácil aceptar la perspectiva más trivial e instalarse en ella, al
calor del consenso de la mayoría. Es muy cómodo suponer que se han
acabado los esfuerzos y ya conocemos la belleza, la verdad y la
justicia. Es cómodo y cobarde. Es como creer que regalando de vez en
cuando una moneda al mendigo quedamos desligados de nuestro eterno y
temible deber de caridad. Nada haremos aquí sin respeto y humildad: la
humildad que abre brecha en nuestra sustancia de orgullo de orgullo y
pereza y el respeto que nos persuade de la dignidad del otro, de lo
diferente, del prójimo en cuanto tal.
Hablamos de libros. Es sabido que cuanto más franca y llana es la
voz de un libro, tanto más dolor y ansiedad le ha costado a su autor.
Por lo tanto es inútil confiar en sondearlos sin sufrir las
consecuencias. Leer no es fácil. Y quien, como suele decirse, ha
estudiado, quien se mueve ágilménte en elmundo del conocimiento y del
gusto, quien tiene tiempo y medios para leer, demasiado a menudo carece
de alma, está muerto para la caridad, está acorazado y endurecido por el
egoísmo de casta. En cambio, aquel que anhela tener acceso al mundo de
la fantasía y del pensamiento casi siempre carece de los primeros
elementos: le falta el alfabeto de todo lenguaje, no le sobra ni tiempo
ni fuerzas, o peor aún, ha sido descarriado por una falta de
preparación, por la propaganda que bloquea y desfigura los valores.
Quienquiera que se enfrente con un tratado de física, un texto de
contabilidad o la gramática de un idioma sabe que existe una preparación
específica , una mínima cantidad de nociones indispensables para sacar
provecho de la nueva lectura. ¿Cuántos se dan cuenta de que se necesita
un análogo bagaje técnico para aproximarse a una novela, una poesía o un
ensayo, y que estas nociones técnicas son inconmesurablemente más
complejas, sutiles y huidizas que aquellas otras, y que no están en
ningún manual ni en ninguna biblia? Todos piensan que un relato o una
poesía, por el hecho de no dirigirse al físico, al contable o al
especialista, sino al hombre que hay en todos ellos, es naturalmente
asequible para la ordinaria atención humana. Pero, por otra parte, eso
de que poetas, narradores y filósofos se dirijan al hombre así, en
absoluto, al hombre abstracto, al Hombre , es una tonta fantasía. Ellos
se dirigen al individuo de una determinada época y situación, al
individuo que tiene determinados problemas y que, a su manera, trata de
resolverlos, incluso y sobre todo cuando lee novelas. Por consiguiente,
para comprender las novelas será necesario situarse en la época y
proponerse los problemas; lo cual en este campo, implica en primer
liugar aprender los lenguajes, la necesidad de los lenguajes.
Convencerse de que si un escritor elige ciertas palabras, ciertas
entonaciones y actitudes insólitas, tiene por lo menos el derecho a no
ser inmediatamente condenado en nombre de una lectura precedente donde
actitudes y palabras estaban más ordenadas, eran más fáciles o tan sólo
diferentes. Este asunto del lenguaje es el más llamativo, pero no el más
peliagudo. Es cierto que todo es lenguaje en un escritor que lo sea de
veras, pero basta justamente haber comprendido esto para encontrarse en
un mundo de lo más vivo y complejo, donde el problema de una palabra, de
una inflexión o una cadencia se vuelve enseguida un problema de modo de
vida, de moralidad. O de política, sin más.
Y que con esto sea suficiente. El arte, como suele decirse, es una
cosa seria. Es por lo menos tan seria como la moral o la política. Pero
si tenemos el deber de aproximarnos a estas últimas con esa modestia que
es búsqueda de claridad – caridad con los demás y dureza con nostros
mismos -, no se ve con qué derecho ante una página escrita olvidamos que
somos hombres y que un hombre nos habla
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